Libros de Luis Ocampo

Portada de EL PLAN INFINITO - ISABEL ALLENDE

EL PLAN INFINITO - ISABEL ALLENDE

Autor: Luis Ocampo

Temática: General

Descripción: -Son para la buena fortuna -le notificó al huésped. -Y también para la invisibilidad -dijo la niña. -¿Cómo?-Si usted empieza a volverse invisible se pone uno de estos collares y todos pueden verlo -aclaró Judy. -No le haga caso, son cosas de niños -se rió Nora Reeves. -¡Es verdad, mamá!-No contradigas a tu madre -la cortó Charles Reeves secamente. Las mujeres instalaron la mesa, un tablón cubierto con un mantel, platos de loza, vasos de vidrio e impecables servilletas. Aquel des- pliegue le pareció al soldado poco práctico para un campamento; en su propia casa comían con vajilla de latón, pero se abstuvo de hacer comentarios. Sacó de su bolsa una conserva de carne y se la pasó tímidamente a su anfitrión, no quería aparecer como pagando la ce- na, pero tampoco podía aprovechar la hospitalidad sin contribuir con algo. Charles Reeves la colocó al centro de la mesa, junto a los frijo- les, el arroz, y la fuente con el pollo. Se tomaron de las manos y el padre bendijo la tierra que los acogía y el don de los alimentos. No había bebidas alcohólicas a la vista y el huésped no se atrevió a sa- car su frasco de whisky pensando que tal vez los Reeves eran abs- temios por motivos religiosos. Le llamó la atención que en su breve oración el padre no nombrara a Dios. Notó que comían con delicade- za, cogiendo los cubiertos con las puntas de los dedos, pero no había nada pretencioso en sus modales. Después de cenar trasladaron los tiestos a una batea con agua para lavarlos al día siguiente, taparon la cocina y le dieron las sobras de los platos a Oliver. Para entonces ya era noche cerrada, la densa oscuridad derrotaba las luces de las lámparas y la familia se instaló alrededor del fuego que iluminaba el centro del campamento. Nora Reeves cogió un libro y leyó en alta voz una enredada historia de egipcios que por lo visto los niños ya conocían porque Gregory la interrumpió. -No quiero que Aida se muera encerrada en la tumba, mamá. -Es sólo una ópera, hijo. -¡No quiero que se muera! -Esta vez no morirá, Greg -determinó Olga. -¿Cómo lo sabes? -Lo vi en mi bola. -¿Estás segura? -Completamente segura. Nora Reeves se quedó mirando el libro con cierto aire de consterna- ción, como sí cambiar el final fuera para ella un inconveniente insu- perable. -¿Qué bola es ésa? -preguntó el soldado. 6

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Portada de Retrato en Sepia - SABEL ALLENDE

Retrato en Sepia - SABEL ALLENDE

Autor: Luis Ocampo

Temática: General

Descripción: tora cruzara el continente con su estrépito de hierros, su humareda vol- cánica y su bramido de naufragio, convenció a su marido de que com- prara tierras en los sitios marcados en su mapa con cruces de tinta ro- ja. –Allí fundarán los pueblos, porque hay agua, y en cada uno nosotros tendremos un almacén –explicó. –Es mucha plata –exclamó Feliciano espantado. –Consíguela prestada, para eso son los bancos. ¿Por qué vamos a arriesgar el dinero propio si podemos disponer del ajeno? –replicó Pau- lina, como siempre alegaba en estos casos. En eso estaban, negociando con los bancos y comprando terrenos a través de medio país, cuando estalló el asunto de la concubina. Se tra- taba de una actriz llamada Amanda Lowell, una escocesa comestible, de carnes lechosas, ojos de espinaca y sabor de durazno, según asegura- ban quienes la habían probado. Cantaba y bailaba mal, pero con brío, actuaba en comedías de poca monta y animaba fiestas de magnates. Poseía una culebra de origen panameño, larga, gorda y mansa, pero de espeluznante aspecto, que se enrollaba en su cuerpo durante sus dan- zas exóticas y que nunca dio muestras de mal carácter hasta una noche desventurada en que ella se presentó con una diadema de plumas en el peinado y el animal, confundiendo el tocado con un loro distraído, estu- vo a punto de estrangular a su ama en el empeño de tragárselo. La bella Lowell estaba lejos de ser una más de las miles de «palomas mancilladas» de la vida galante de California; era una cortesana altiva cuyos favores no se conseguían sólo con dinero sino también con bue- nos modales y encanto. Mediante la generosidad de sus protectores vi- vía bien y le sobraban medios para ayudar a una caterva de artistas sin talento; estaba condenada a morir pobre, porque gastaba como un país y regalaba el sobrante. En la flor de su juventud perturbaba el tráfico en la calle con la gracia de su porte y su roja cabellera de león, pero su gusto por el escándalo había malogrado su suerte: en un arrebato podía desbaratar un buen nombre y una familia. A Feliciano el riesgo le pare- ció un incentivo más; tenía alma de corsario y la idea de jugar con fue- go lo sedujo tanto como las soberbias nalgas de la Lowell. La instaló en un apartamento en pleno centro, pero jamás se presentaba en público con ella, porque conocía de sobra el carácter de su esposa, quien en un ataque de celos había tijereteado piernas y mangas de todos sus trajes y se los había tirado en la puerta de su oficina. Para un hombre tan ele- gante como él, que encargaba su ropa al sastre del príncipe Alberto en Londres, aquello fue un golpe mortal. En San Francisco, ciudad masculina, la esposa era siempre la última en enterarse de una infidelidad conyugal, pero en este caso fue la propia 6

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